Canciones de una noche para todo el año
Cuentiembre #2Había una vez un chico enamorado, y también una chica muerta. Todos los días del año él escribía para ella y todas las noches del año ella leía para él. Pero solo un día se les permitía verse, escucharse, reír juntos y soñar juntos.
Cuando al fin llegaba el día tan esperado él se vestía con sus mejores ropas y esperaba la llegada de su amada, que, lentamente, pedacito a pedacito, aparecía siempre, en esa cita que tenían todas las primeras noches de noviembre, todos los años, todos los otoños, todas las vidas.
Cada año él le entregaba todo de sí en esa noche, decoraba con velas, le llevaba flores, su comida favorita y, cuando se lo pudo permitir, una botella de vino para compartir; pero lo más valioso nadie lo podía ver, nadie salvo ella, que lo apreciaba más que cualquier otra cosa en su vida y en su muerte.
Sin embargo, cada año ella temía por él, temía no encontrar las palabras adecuadas y perderle para siempre, temía no poder demostrarle en esas pocas horas que su corazón seguía a su lado, que siempre lo estaría, tanto en su soledad como en su alegría.
Ellos hablaban y hablaban, de todo y de nada. Convertían esas pocas horas en una esperanza, más que en un desaliento; no había cabida para las lágrimas ni para el dolor, bromeaban, reían, se amaban sin poder tocarse, pero se tocaban el alma con una simple mirada. Soñaban con caminar de la mano, transformaban el pasado en fantasía y la fantasía en recuerdos. Todo valía la pena por ese día, las lluvias sin sus besos, los chistes sin su risa, las nubes sin su sol.
Cuando la noche estaba por finalizar, siempre, sin falta, ella tenía una canción lista para él, una canción nueva, una que hablaba de días cálidos para cuando tuviera frío, o que hablaba de la cura de sus caricias para cualquier dolor, o de lo mucho que lo amaba para sus días de alegría, o de tristeza, o de derrota, o de victoria, para cualquier ocasión.
Él la escuchaba con deleite, guardándola en su memoria junto a todas las demás, mientras ella coleccionaba flores y velas, él coleccionaba sus canciones y sus letras. Y luego, en el último minuto, ella tomaba aliento e ignoraba el dolor que, increíblemente, aún sentía en el pecho, para ponerle una condición, para que él le cumpliera un deseo.
Gradúate con honores, fue el del primer año. Ten más amigos, fue el del segundo. Estudia eso que tanto quieres. Consigue una mascota. Entra al equipo de fútbol. Termina tu carrera. Ve por ese empleo. Hazte amigo de esa chica. Pídele una cita. Háblale de mí. Amala y déjala amarte. Busca ese ascenso. Dedícale ese libro a ella. Cásate con ella. Ten una familia. Y por muchos años fue el mismo: Ámalos a ellos como me amas a mí, demuéstraselos como me lo demuestras a mí. Y cuando él se esforzó en cada uno de ellos, cuando ella vio que hace mucho tiempo él ya no los necesitaba, le pidió una última cosa: Sé feliz.
Así ella lo amaba, así él nunca dejó de hacerlo. Pasaron los años, las décadas, las idas y venidas, los saludos y las despedidas. Cambiaron los lugares, los árboles y el clima, pero nunca faltaron a su cita. Había más gente en su vida que lo llenaba de dicha, descubrió que un corazón puede amar incansablemente, sin final y sin medida. Comprendió que no solo existe un amor para toda la vida.
Y ella lo amó, año tras año, celebró a su lado cada meta cumplida, guardó en su corazón la felicidad de su vida y, cuando él le puso a su primera hija su nombre, descubrió que aún en la muerte, se puede volver a morir de amor. Así, entre flores y luces, entre pequeños deseos y canciones, fue como ella lo mantuvo vivo mientras él no podía por sí mismo, lo mantuvo vivo para mantenerse viva, mientras lo esperaba en el atardecer de la muerte.
A ellos se les concedió algo que pocas veces es concedido: la fortuna de amar a alguien profundamente, sin tener que decir adiós.
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