29 de junio de 2015

The Keys

Capítulo 2


En cuanto Camila se detuvo en la entrada de su casa se imaginó a si misma bajando de un salto y corriendo al interior. Imaginó que de los nervios las llaves se le caerían al suelo y podría abrir la puerta hasta el segundo o tercer intento. Y luego… se veía paralizada en la entrada. Viendo algo horrible y aterrador. No sabía que era lo que encontraría adentro, y, por eso mismo, se quedó ahí sentada, con el pie presionando firmemente el pedal de los frenos, sin estacionar el auto todavía.
Aferró con fuerza el volante, no miró hacia la casa, se concentró en todo lo que alcanzaba a escudriñar a través del parabrisas. Árboles con las hojas comenzando a secarse, contenedores de basura, podadoras de césped dejadas descuidadamente cerca de las vallas, los columpios en una de las casas, algunos autos. Pero ninguna persona. Ningún niño correteando, ningún hombre fumando en el porche, ninguna anciana tejiendo en su mecedora, ni siquiera un maldito gato.

Nada.

Aterrador.

Con la sensación de traer un ladrillo en el estómago estacionó bien la Hummer y bajó de un salto. Trataba de no pensar en nada y gracias a esa determinación, avanzó con paso firme sobre los adoquines rojos del camino hacia la puerta. Era como caminar bajo el agua, con todo el peso y la fuerza del mar en su contra.

Al llegar no se le cayeron las llaves, si acaso tintinearon cuando abrió la cerradura. Mientras empujaba la puerta pensó en lo raro que le parecía que las llaves tintinearan, las suyas nunca lo hacían, solo tenía su copia de la puerta principal, la del auto, la llave de su cubículo de la biblioteca y una moneda dorada perforada que usaba como llavero. En cambio su padre tenía más de una docena de llaves identificadas con cinta aislante de colores y códigos marcados con Sharpie. CASA. LAB. OFC. CP3MSC1. HAD. CTA. Y otras más que no tuvo tiempo de leer, seguramente solo su padre conocía el significado.

Finalmente ahí estaba. De pie en el vestíbulo alcanzaba a ver la televisión apagada de la sala de estar y a su derecha las escaleras para el segundo piso. Todo vacío y en silencio, sin rastros de que hubiera alguien más en casa.

—¿Papá? —Su voz salió chillona, aguda y aterrada, como la de una niña.
Nadie contestó. Estaba segura que la casa estaba vacía, pero por alguna razón la idea de avanzar más allá le revolvía el estómago del miedo.

Sin apartar la mirada de las escaleras ni del arco que daba a la sala, sacó el teléfono del bolsillo trasero de su pantalón, movió los dedos rápidamente y escuchó el timbre de marcación. Apenas timbró dos veces.

—Camila, ¿ya estás en casa?
—Si… —escuchó el suspiro de alivio de su padre y eso le quitó un poquito de tensión en los hombros—. Papá, ¿dónde…
—¿Metiste el auto al garaje?
—No, lo dejé en la entrada. Papá quiero saber…
—Primero mételo al garaje. Ve ¡rápido!
—¡Papá, no es como si se lo fueran a robar!
—Solo hazlo Camila. Pronto. No tienes tiempo para perder.

Camila se comenzaba a impacientar, odiaba cuando su padre actuaba así, pidiéndole cosas sin explicarle nada.

—Primero quiero que me digas dónde estás y que es lo que…
—¡Maldición, Camila! ¡Hazlo ya! —Se sobresaltó al escuchar su grito, él nunca le gritaba—. Solo hazme caso… por favor, cuando termines no salgas de la casa y me vuelves a llamar. Te lo explicaré todo, pero hazlo ya.
Un hormigueo le brotó de la espalda y recorrió sus brazos, erizándole los vellos.
—Prométeme que me explicaras que está pasando.
—Te explicaré todo lo que necesitas saber.

Camila sabía que eso no significaba lo mismo, y que su padre se lo había dicho a propósito. Cuidando las palabras.

Aun así decidió seguir adelante.
—Bien.

Cuando colgó se dio cuenta de que estaba apoyada con casi todo su peso en el marco de la puerta, lanzó un último vistazo desconfiado al interior de la casa y salió casi sintiéndose aliviada.

Mientras caminaba hacia la Hummer reparó en que la calle seguía desierta. Ningún vecino cuchicheando, nadie pasándose a comer, era muy extraño aún para las personas que vivían en esa calle. Militares, retirados y en servicio, investigadores, médicos, psicólogos… se preguntó si no estarían reunidos con su padre. Se preguntó si no sería la única persona en esa calle, o a diez kilómetros a la redonda.

Con una repentina sensación de urgencia encendió el auto y se apresuró a salir de la vista. Solo hasta que no estuvo dentro del garaje y con la puerta cerrándose se sintió tranquila.

Decidió que ahí se quedaría, había visto suficientes películas de terror y estaba tan estresada como para poder asustarse hasta de su sombra. Ahí solo estaba ella, la Hummer, la camioneta de su madre, varios neumáticos en reserva y cajas de herramientas. Nada que temer, ni siquiera ventanas.

Encendió la calefacción, se acomodó en el asiento y pensó en lo que haría a continuación. Justo en ese momento tenía dos clases diferentes de presentimientos, ambos la hacían estar preocupada, pero uno de ellos la avergonzaba.

El primero le decía que algo iba realmente mal, porque su padre nunca la haría pasar por todo eso por nada. Ese presentimiento le revolvía todo por dentro y hacía que quisiera gritar y correr y saber qué rayos iba mal.

El segundo, solo era una pequeñísima duda, más bien como una vocecita, eco de años y años de escucharlo de otras personas. Otras personas que por lo general se merecían su desprecio. Pero ahora, al no recibir ninguna explicación de nada, esa vocecita se iba haciendo más fuerte.

Durante años, desde que había ingresado a la Universidad, comenzó a escuchar rumores, habladurías, burlas, sobre supuestas cosas que su padre había hecho mientras ella estuvo en el internado. Nunca investigó a fondo, nunca le preguntó a su padre, pero los rumores iban por el rumbo de que se le había soltado un tornillo, de que sus paranoias y teorías de la conspiración lo dominaron a tal grado de que perdió el respeto de la comunidad científica.

Ella sabía bien que eso no era verdad, muchos investigadores de renombre se seguían pasando con frecuencia por su casa para consultar a su padre y el gobierno seguía mandándole el cheque quincena tras quincena, incluso su profesor preferido mantenía el tono de respeto cuando mencionaba su nombre.

Sin embargo, hacía más de seis años que su padre no publicaba ninguna de sus investigaciones y, aunque mantenía el contacto con algunos de sus compañeros de guerra, no volvió a la milicia a pesar de que fue un general condecorado. 

Y no podía ignorar que en los últimos meses estaba más extraño que nunca, deambulaba en una nube con sus propios pensamientos, se desaparecía de repente sin siquiera llevarse su auto y aparecía a altas horas de la noche, cuando se sentaban a ver televisión, se quedaba en silencio, con la mirada fija, como si estuviera en otra parte… ese silencio fue lo que ella necesitó para saber que a su padre le pasaba algo, él nunca estaba callado cuando veían televisión, siempre comentaba cualquier detalle, siempre mencionaba algo con lo que reían a carcajadas.

Se había sentido un poco aliviada dos semanas antes, cuando su madre se fue a un viaje por el trabajo y él quedó encargado de todo. En esos días había vuelto a ser el de siempre, el responsable, cariñoso y divertido hombre que ella había extrañado tanto.

Pero ahora… ahora Camila no sabía qué pensar. Reclinó el asiento hacia atrás y cerró los ojos un momento. Ni siquiera pudo concebir la idea de que todo estuviera bien. Su madre estaba lejos, no tenía ni idea de dónde estaba su padre y aún no decidía si era peor que pasara algo malo o que su padre tuviera un ataque de paranoia, que venía a ser lo mismo a fin de cuentas.

Se sentó de golpe cuando el teléfono comenzó a sonar sobre su estómago, al parecer su padre se había impacientado. Apretó los dientes y contestó al segundo timbrazo.

—Papá… ¿Qué es lo que está pasando? —se sintió orgullosa de que su voz sonara firme y exigente, en lugar de temblorosa.
Su padre suspiró, cansado.
—Lila… —comenzó—, ¿dónde estás?
—En casa. —Entrecerró los ojos sospechando que la mandaría a otro lugar.
—¿En qué parte de la casa?
—En el garaje, dentro del coche, en el asiento del conductor. —Por primera vez reparo en que algo, además de lo obvio, hacía falta—. Te llevaste mi coche.
A pesar del cansancio que detectaba en su voz, su padre rio.
—Se comportó como todo un héroe, se ha ganado mi respeto.
—Sí, así es él, siempre salva el día —se interrumpió cuando escuchó un ruido lejano, como la alarma de un camión cuando va de reversa. Tal vez un vecino compró muebles, pensó—. Dime ya que es lo que está pasando, ¿Por qué todo ese rollo de «apresúrate Camila»? ¿Por qué no estás aquí? ¿Por qué me ocultas cosas?

Por casi medio minuto escuchó silencio al otro lado de la línea, murmullos, y al final otro suspiro cansado.

—Hubo un accidente…
La adrenalina corrió por sus venas.
—¿Qué? —Tragó saliva— ¿Mamá está bien? ¿Pasó algo con su vuelo? Oh Dios…
—Está bien, ella está bien. Cielos, tranquila hija, no se trata de eso, tu madre está bien, está a salvo.
—Ok… —se sintió débil cuando se dejó caer contra la puerta. Por un momento pensó… sacudió la cabeza y volvió a concentrarse—. ¿Entonces?

 Otro suspiro. Si Camila volvía a oírlo suspirar terminaría gritando.

—El accidente fue… de carácter militar. —La recorrió un escalofrío, sacudió la cabeza tratando de borrar las palabras «teorías de conspiraciones» de su mente—. Hubo un robo de información confidencial, muy delicada y peligrosa. Se intentó solucionar desde hace un par de semanas y todo estaba bajo control… hasta esta mañana, el gobierno esta manejando la situación pero mi prioridad era ponerte a salvo.

Frunció el ceño, otra vez esa palabra.

—¿Qué clase de información militar tiene que ver conmigo, con nosotros?
—Si se sale de control, tendrá que ver con todo el mundo.

«Paranoia».

—Papá… —se obligó a mantener la calma—, ¿Cómo es que sabes todo esto? ¿Cómo sabes que tu información es confiable?
—Cariño, trabajo para el gobierno, si hay alguien que tiene los medios para estar informado ese soy yo.

Camila levantó la mano libre y se soltó el cabello, con la esperanza de que eso ayudara a calmar el dolor que estaba comenzando a martillearle las sienes.

—¿Y qué es? ¿De qué se trata? Háblame claro porque hasta este momento sigo sin entender nada.
—La información que se llevaron… tiene que ver con un arma, peligrosa, que aún no esta desarrollada del todo, pero con efectos… catastróficos.
—Un arma… —susurró Camila, dobló las piernas y coloco la barbilla sobre sus rodillas, pensando en las posibilidades. Había muchos tipos de armas, si comenzara por las más peligrosas serían las armas nucleares, químicas, biológicas… en cuanto pensó la palabra se quedó completamente paralizada—, ¿Tu… tuviste algo que ver con esa arma?

—Se podría decir que existe gracias a mí. —Lo escuchó suspirar, otra vez, y entonces se dio cuenta de que nunca se trató de cansancio, sino de culpa. Al fin la gravedad de la situación la golpeó con la fuerza de un camión.

—¿Qué es papá? ¿Un virus? ¿Una bacteria? ¿Cómo lo están controlando, les estás ayudando?
—Digamos que tenemos una diferente opinión sobre «controlar» la situación, pero estoy ayudando a mi manera.
—Papá…
—Como todos los desastres, la idea original no era crear un arma. Lila, si el mundo se vuelve un infierno, recuerda eso —rió sin ganas—, aunque bien dicen que el infierno está lleno de buenas intenciones.
—¿Dónde estás papá? Puedo ir contigo, puedo ayudarte… yo también sé sobre microbiología… sea lo que sea esa arma, seguro que podemos…
—Lila, mi amor, ya es tarde para eso. —La determinación de él la dejó sin palabras—. Qué bueno que sigues en el garaje, ¿recuerdas el pequeño baño que queda medio oculto por la pared de neumáticos?
—Si.
—Ve hacia ahí, no cuelgues, solo ve…
—Papá…
—Estoy contigo cariño. Estaré contigo en todo esto y cuando encuentre una manera de solucionarlo… iré por ti.
—¿Por qué no puedo ir contigo? ¿Por qué no me dejas ayudarte? —Camila trago saliva antes de preguntar lo que realmente quería—, ¿crees… crees que no soy suficientemente… buena?
—¡No! ¡Por supuesto que no, hija! Créeme que nada me gustaría más que tenerte aquí a mi lado, tienes la mente ágil de tu madre y de mi sacaste la indagación, cuestionas y cuestionas hasta dar con el clavo. Contigo aquí, tal vez ya habríamos encontrado la solución a todo esto.
—Entonces, ¿Por qué…
—No es seguro afuera, en cualquier momento… las cosas van a empeorar y tú serías un blanco, para cualquiera que sepa tu conexión conmigo, amigos y enemigos. Escúchame bien, si hay algo que quiero que recuerdes a partir de ahora, además de que te amo, es que aún en las peores situaciones, el gobierno siempre querrá sacar provecho. Siempre.
—Eso quiere decir que tal vez… ¿nunca nos volvamos a ver?
—Las cosas se pueden poner feas. Se van a poner feas, pero tú estás en un lugar seguro, tu madre está en el mejor lugar en el que puede estar ahora mismo y yo también. En cuanto tenga un avance, en cuanto encuentre la manera de detener esto iré por ti. Es una promesa Camila, además, aún no hay nada dicho, es posible que todo quede controlado en un par de horas y no sean necesarias ninguna de las precauciones que he tomado.

Camila sabía que su padre no se creía eso último, pero se permitió tener esperanzas. Aún no sabía de qué iba esa arma.

—Bien. ¿Querías que buscara algo en ese baño?
—Sí, ¿ya estás ahí?
—No, espera. —Salió del auto sin apagarlo y avanzó hasta el cuartito de baño. 

Sabía que solo se trataba de un inodoro y un lavamanos pequeño que su padre usaba para no tener que entrar en la casa cuando trabajaba cambiándoles el aceite, o algo por el estilo, a los autos.

Las luces fluorescentes hacían que todo se mirara… como en un hospital. Avanzó despacio, como temiendo que algo le brincara desde un rincón de repente. Así es como se había sentido en el hospital en una ocasión hace ya muchos años, habían internado a su madre por la mordida de una víbora de la que trataba de obtener el veneno, aunque le habían inyectado el antídoto de inmediato ella no reaccionó, entró en shock y estuvo en coma toda una noche. Camilla no durmió durante los tres días que tardaron en darla de alta, en el último día casi alucinaba. Le parecía ver sombras alargándose, movimientos extraños por el rabillo del ojo, puertas que se cerraban, pasos rápidos, gente llorando. Ahí comenzó su odio a los hospitales.

Sin saber muy bien porque, tomo una de las llaves con las que su padre apretaba tuercas, llegó a la puerta del baño y con la mano libre giró el pomo. Mantuvo el teléfono entre el hombro y la oreja, así que seguramente su padre escuchó la exhalación de alivio que soltó cuando abrió la puerta y lo encontró todo vacío.

—¿Listo?
—Sí, dime que busco.
—¿Vez el interruptor de la luz a tu derecha?

Camila giró la cabeza y lo encontró. Inmediatamente frunció el ceño. Las luces se habían encendido solas en cuanto abrió la puerta.
—¿Para qué…
—Exacto. —Casi podía ver a su padre sonreír—. No es del todo un interruptor. En la parte de abajo busca una pequeña rendija, si colocas algo ahí, como tú uña, y presionas hacia fuera, se abrirá fácilmente.

Así lo hizo y se desprendió con un chasquido, levantó esa especie de tapa y abajo se encontró con una cerradura iluminada por un foquito rojo.

—¿Qué es esto?
—¿Traes mis llaves contigo?
—Dame un minuto, las dejé en el auto.

Fue y volvió corriendo, olvidándose del miedo que había tenido antes, aunque con ganas de quedarse en la calidez del auto y no en el frío ambiente del garaje.

—Aquí las tengo —dijo, volviendo a tomar el teléfono del lavamanos.
—Bien. Camila, pase lo que pase, no vayas a perder esas llaves, puede que te salven la vida. Y de ninguna manera permitas que caigan en manos de desconocidos ¿Hecho? —Esperó hasta que ella le diera una respuesta positiva para continuar—. Ahora busca la llave que tiene cinta de color azul y que dice 011B en la etiqueta, introdúcela en la cerradura y gírala dos vueltas completas a la derecha y una a la izquierda.
—Ok. —Mientras lo hacía, no pudo evitar preguntar—. ¿Qué significa? El 011B
—Oh… —rió cálidamente su padre—, bueno, suelo relacionar números con códigos para poder recordar su significado fácilmente después, ya lo sabes. El 011 es por ti, pesaste once libras cuando naciste, eras una preciosa bebé fuerte con unos pulmones poderosos.
—¿En serio? ¿Once libras? Tienes que estar bromeando.
—Once libras de pura intensidad, inteligencia y belleza.
—Basta papá, me vas a hacer… Oh por Dios… —se interrumpió cuando hizo el último giro de la llave y la amenazante luz roja cambio a una suave luz verde, la pared del fondo se hundió y sin hacer el menor ruido se deslizó hacia la izquierda. Una escalera se fue iluminando debajo y no alcanzó a ver hasta donde llegaba.
—Supongo que ya te imaginas lo que significa la B.

Camila duró todavía unos segundos con la mirada perdida en las escaleras.
—Tenemos un maldito bunker.
—Sí, algo así.
—¿Cómo rayos pasó esto? ¿Cómo es que no nos dimos cuenta?
—Bueno, se terminó de construir la primera fase el día en que naciste y fui ajustando los detalles en los siguientes años.
—Pero… pensé que habías comprado la casa después de que yo… me fuera al internado… para estar más cerca.
—Nos mudamos para estar más cerca de ti, sí. Pero el lugar ya era mío, mande construir la casa, di la sutil idea de un fraccionamiento exclusivo para militares y exmilitares y todo funcionó como lo planeé. Nadie sospecha lo que hay bajo tierra, ni si quiera se puede detectar por infrarrojos. Solo un puñado de gente conoce su existencia y son enteramente de mi confianza.

Mientras él hablaba, Camila había comenzado a bajar las escaleras. La estructura era bastante sólida y gracias a ello no sentía claustrofobia, pensaba que al estar en un bunker bajo tierra, habría temblores constantemente y caerían hilillos de tierra del techo, pero al mirar hacia arriba solo se encontraba con un techo liso, con lámparas cada dos metros.

—Este lugar es increíble —dijo más para sí misma, al llegar a la habitación en donde terminaban las escaleras.

Era una biblioteca. Llena de enormes estanterías llenas de tantos libros que sintió un hormigueo en las manos por ir y hojear al menos una docena. Ahí no hacía frío, un tranquilizante aire cálido salía de las rendijas de ventilación.

—El viernes pasado me llegó el pedido más reciente, los libros aún están en las cajas al fondo, detrás del sillón largo. —Camila miró hacia ahí y alcanzó a distinguir las solapas de una caja abierta.

Comenzó a avanzar, como atraída por un imán.

—Ya tendrás más tiempo para echarles un vistazo cariño, ahora quiero que vayas por el pasillo a la izquierda.
—¿Que hay por ahí? ¿Un laboratorio siniestro dónde mantienes experimentos secretos? —lo dijo realmente sin pensarlo, pero luego se dio cuenta de que, como estaba la situación, fue un error tremendo—. ¡Lo siento papá!, no quería decir eso… estaba jugando, yo…
—Tranquila Lila, además sí que tengo laboratorios siniestros, solo que no ahí. El pasillo de la derecha te llevará a algunas habitaciones sencillas, baños, y al final una… podría llamarse cocina. El pasillo de la izquierda, es el que quiero que veas.
—¿Qué hay ahí? —Repitió, cuando él no le contesto se limitó a caminar hasta allá.

La primera puerta del pasillo estaba abierta, cuando se asomó vio dos cintas de correr y un par de máquinas de gimnasio para las piernas y los brazos, al fondo estaba una bicicleta estática frente a un televisor enorme.

Ahora le parecía que sus padres habían tenido una vida secreta, separados de ella.

—Íbamos a decírtelo ¿sabes? —Le dijo, como si hubiera leído el rumbo de sus pensamientos—, solo esperábamos a que te graduaras, tu madre se moría por comenzar a trabajar contigo a tiempo completo.

Se le formó un nudo en la garganta.

—Aún lo haremos ¿cierto? —A pesar de todo lo dicho, tenía una mala sensación. El mal presentimiento de que no volvería a ver a su madre.
—Si. Lo haremos. Trabajaremos los tres juntos y descubriremos cosas buenas, cosas que cambiarán el mundo para bien.

Y ese era el sueño de todo gran científico, la motivación que la había llevado a estudiar algo que muy pocas personas estudiaban.

Camila siguió caminando por el pasillo hasta la siguiente habitación, su padre estaba en silencio, dejándola que explorara ella sola.

La siguiente puerta era una especie de vestidor, había camisetas negras, beige, verdes y cafés, en tallas desde pequeñas hasta extra grandes, de mujeres y de hombres, todas colgadas en orden, como en una tienda de ropa. A un lado, ordenados de la misma manera, había pantalones negros, caqui, verde oscuro y de camuflaje. Uniformes.

Salió para revisar las demás puertas, pero se encontró con que las tres que restaban, incluyendo la del final del pasillo, estaban aseguradas.

—¿Qué hay detrás de las tres puertas? —se preguntaba si su padre seguiría con el teléfono en la oreja o se habría limitado a poner el manos libres mientras hacia otra cosa.
—Tienes la llave de las tres, pero te aconsejo que la que está a tu derecha la ignores de momento, la de la izquierda es mi…
—¿Qué hay en la de mi derecha?
—… oficina.
—¿Prefieres que hurgue en tu oficina en lugar de que habrá la puerta derecha?
—Créeme. Si de mí dependiera, nunca tendrías que usar nada de lo que hay detrás de la puerta derecha.
—Sabes que eso solo me intriga más ¿verdad?, ya dime de que se trata.
—Hija mía tenías que ser —murmuró entre dientes—, es un… míralo por ti misma, la llave es la que dice CTA.
—¿CTA?... ¿cómo de «Centro de Tratamiento de Alucinaciones» o «Ciudad de Torturas con Arañas»?
—Tienes demasiada imaginación, a lo mejor leerte tanta fantasía de pequeña estuvo mal.
—Claro que no, ademaaa… —alargo la palabra hasta que olvidó realmente qué era lo que quería decir. Acababa de abrir la puerta, un pasillo con las paredes cubiertas de todo tipo de armas la recibió. Y al fondo, un impresionante y sofisticado…
—Campo de Tiro y Armas. No sé cómo se te ocurrieron las arañas, yo las detestó también.
—Esto es como el paraíso. Cuando te dije esta mañana que no podían ponerte un límite en las municiones, solo estaba bromeando ¿sabes? No creí realmente que tuvieras un arsenal.

Y había de todo. Pistolas de todos los calibres, automáticas, semiautomáticas, escopetas, rifles, incluso en la parte más alejada había una ametralladora de las que se colocan en los tanques de guerra. Cosa que solo había visto en las películas de Rambo.

Su padre era una especie de dios de las armas… y de la paranoia. Solo alguien como él pudo haber creado ese sitio. Si alguien se había enterado y se lo había comunicado a «otro alguien»… bueno, ahora entendía muy bien porque lo acusaron de loco.

—No quiero que te concentres en esa habitación, todo eso es solo para emergencias. Sal ahora y ve a mi oficina.
—Sí, señor. —dijo imitando el tono del saludo militar.
Rio cuando lo escuchó refunfuñar.
—Camila, tengo que ocuparme de algo, pero antes de colgar quiero que revises la última puerta. Para abrirla tienes que presionarla hacia adentro por la parte del centro, sin guantes, la caja a un lado de la puerta se abrirá, es un lector de retina —Camila, que por la urgencia que detectaba en su voz iba haciendo todo al tiempo que él se lo decía, se quedó perpleja al ver tanto despliegue de tecnología. Pues, ¿qué habrá del otro lado, se preguntó, para que él haya dedicado tantos esfuerzos, tanta seguridad?—. Acomoda la barbilla sobre la base, como lo haces para un examen de la vista y no parpadees.

Una lucecita paso dos veces por sus ojos y la puerta se abrió sin hacer ruido.

—Vaya.

—Eso de la retina solo es necesario una vez, para confirmarte con la base de datos. Esa es tu salida de emergencia Lila, la próxima vez se abrirá solo con el toque de tu mano. —Camila entró y solo vio un camino asfaltado, hasta que vislumbro una camioneta negra, gigante, como la Hummer que había dejado arriba, pero de alguna manera mucho más grande—. He estado trabajando en esa camioneta por años, tu madre la llamó Hades, porque tiene la rudeza y la oscuridad para manejar el inframundo.

—Se ve… grande.

Aterradora, imponente. El nombre le va bien, pensó.

—Es por los paneles solares que tiene en el techo y a los lados. Gasta menos gasolina que una motocicleta, funciona noventa por ciento con electricidad. Adentro tiene lo que tu madre y yo consideramos que podrías necesitar en caso de… un aprieto. Para salir solo tienes que seguir el camino, después de dos kilómetros una puerta se abrirá automáticamente y saldrás hacia el norte de la ciudad. El GPS te indicará como llegar a un lugar seguro.
—No.
—¿No qué?
—No hagas eso. No hables como si todo se fuera a ir a la mierda y supieras que esta es la última vez en que hablarás conmigo, no hables como si fuera tu última oportunidad para ponerme a salvo…
—No hago nada de eso, solo tomo precauciones. Quiero que conozcas tu entorno en caso de necesitarlo antes de que nos pongamos en contacto.
—¿Ya vas a colgar?
—Si. Cuídate Lila, mira las noticias locales, entrénate en el gimnasio, en mi oficina hay monitores para que vigiles la casa, encontrarás más información en un video que te deje en la computadora. Si alguien, quién sea, intenta forzar la entrada y lo logra, huye. Si es alguien de mi confianza tendrá la llave y sabrá que tiene que entrar por el garaje. Te amo Lila, perdóname.

Antes de que pudiera contestarle cortó la llamada. Se le humedecieron los ojos y volvió a marcar, saltó directamente el buzón de voz. Sabiendo que sería inútil seguir intentándolo le dejó un mensaje y se guardó el teléfono en el bolsillo.

Salió al pasillo de nuevo y comprobó lo que le dijo su padre de que la puerta se abriría con solo empujarla, así fue. Se recargó en la pared y se dejó caer hasta el suelo, con los brazos entre las piernas y el juego de llaves en los dedos. Consideró la idea de volver a subir e ir a buscar a su padre en la Hummer, pero si lo que había dicho era cierto, eso solo empeoraría las cosas para él.

Se preguntó cómo las cosas pudieron cambiar así en un solo día, por la mañana solo era una chica más que se comportaba estúpidamente con una maestra, con una familia feliz y que planeaba una maratón de series con su padre para el día siguiente. Pero por la tarde había pasado a ser una chica que no podía salir de casa, que por cierto tenía un enorme bunker debajo, porque su padre había creado un arma biológica que ponía en peligro millones de vidas y tenía que esperar a que éste encontrara una solución.

Interesante.

Muy bien Camila, ahora respira profundo, cuadra los hombros y enfrenta los hechos dispuesta a darles una patada en el culo. Se sonrío a sí misma y se puso de pie. Si algo había aprendido en el internado era que siempre se podía seguir adelante, a pesar de todo.

Buscó la llave con las letras OFC y entró en la oficina de su padre. A pesar de, en teoría, tener el permiso para estar ahí, sentía que tenía que andar con cuidado o en cualquier momento saltarían las alarmas de intruso.

Lo primero que llamó su atención fue la pared detrás del escritorio. Había nueve monitores perfectamente centrados y dispuestos para que, al estar sentado en la silla y girarse, ninguno quedara fuera de su vista. Bajo ellos, una luz azul se encendía y se apagaba con una cadencia que la relajaba. Cuando se acercó más y pudo leer lo que decía la inscripción a un lado de la luz, se tensó de nuevo.

«Recinto asegurado».

¿Qué diablos quería decir eso?

Las imágenes de los monitores cambiaron y Camila vio la calle que daba a la entrada de su casa desde dos ángulos, la propia entrada, el jardín visto desde arriba, la entrada al garaje, la imagen de unas rocas cerca de un acantilado, pero lo que la dejó paralizada fueron las tres imágenes del centro. Eran de su casa, pero no comprendía lo que veía.

Todas las ventanas estaban cubiertas con una especie de… cortinas metálicas, y en donde debería estar la puerta de entrada solo había una pared de acero, del suelo hasta el techo, ni la terraza ni los balcones habían quedado descubiertos. No había ni una sola manera de entrar, toda la casa era ahora solo paredes y metal y sospechaba que entre las paredes de concreto también había metal. Estaba atrapada ahí, quisiera o no quisiera irse, su padre había controlado la situación para que no tuviera escapatoria.

Apretó los puños con ganas de golpear a alguien y buscó una manera de cancelarlo, presionó los botones que había debajo de los monitores pero solo sirvió para cambiar las escenas. Escudriñó la pared con la mirada, como esperando que apareciera un botón gigante que dijera algo como «presionar aquí para detener todas las maquinaciones de tu padre».

Finalmente se dejó caer en la silla y se masajeó las sienes con la punta de los dedos. No estás atrapada, se decía, tienes una vía de escape. No estás atrapada.

Pero lo estaba. Y para Camila no había peor cosa que estar atrapada, encerrada, sin salida. 

Levantó la mirada de nuevo hacia los monitores buscando alguna manera, cualquier indicio de que su padre hubiera pasado algo por alto y, mientras escudriñaba detalladamente cada habitación, se le fue literalmente el aire cuando vio algo totalmente, absolutamente, inesperado. Tanto que por primera vez en el día creyó estar soñando, qué después de todo nunca salió de la pesadilla por la mañana.

Tardó varios minutos en darse cuenta, concentrada como estaba en buscar salidas en las habitaciones. Primero vio un movimiento de reojo en el noveno monitor, pero cuando volteó a ver de qué se trataba la imagen cambió y se encogió de hombros dejándolo pasar. Después, cuando analizaba la sala de estar, especialmente interesada en la chimenea, no pudo ignorar la sombra que paso por el arco de la entrada.

No pudo evitar ponerse nerviosa. No pudo evitar pensar lo peor. Pero aun con eso, no estaba preparada para el rostro de la persona que se veía claramente entrando a su comedor, tomando una de las sillas y rompiendo los cristales de la ventana pero rebotando contra la cortina de metal.

Furiosa, más furiosa de lo que estaba con su padre por dejarla ahí atrapada, se levantó, tomó las llaves y fue hasta el cuarto al que su padre le dijo que solo entrara en caso de «emergencia», justo en ese momento no se le ocurría algo más peligroso.

Le pareció que pasó de estar en el fondo del bunker a estar de nuevo en el garaje en cuestión de segundos. Y tardó menos aún en llegar al comedor.

Avanzó en silencio, evitando los restos de cristales esparcidos por el suelo de madera. Mierda, pensó, su madre adoraba las cortinas que ahora estaban arruinadas. Solo por eso podría matar al imbécil ese.

Siguió lentamente hasta la cocina, de dónde salían ruidos de puertas abriéndose y cerrándose. Apretó los dientes y entró, con la pistola firmemente entre sus manos, apuntando a la espalda del tipo que se inclinaba asomándose en el refrigerador. Su refrigerador.

—¿Qué mierda estás haciendo aquí? —a pesar de su coraje, no gritó. Sus palabras salieron calmadas, pasando a través de sus dientes apretados.
—Ya que no puedo salir, busco comida… pero déjame decirte que solo he encontrado comida chatarra, ¿qué nunca comen algo decente aquí?
—No repetiré la pregunta de nuevo, así que más te vale tener una buena respuesta porque realmente estoy perdiendo la paciencia.

Finalmente el intruso se dio la vuelta y abrió los ojos sorprendido al ver el arma.

­—Woh, woh, woh… tranquila, baja el arma y hablaremos de como llegué aquí toda la tarde si quieres, no tenemos que convertir esto en algo violento ¿no?

Su maldita sonrisa encantadora apareció. A Camila le daban tantas ganas de dispararle qué le hormigueaban las manos, pero tras suspirar y convencerse mentalmente, bajó el arma, aunque no dejó en ningún momento de estar preparada para levantarla de nuevo.

—Eres el geniecillo más idiota del planeta, el más idiota por mucho.









14 de junio de 2015

Green Apple

Capítulo 1


El día que el desastre comenzó, a Camila se le hizo tarde para ir a la escuela. Tenía un sueño de esos que la atrapaban a veces, no podría decir con seguridad que se tratara de una pesadilla, ya que nunca se despertaba con resquicios de terror. Ella se despertaba en calma, se quedaba unos segundos paralizada, observando su habitación, y en esa misma cantidad de segundos los restos del sueño se esfumaban.

Ese día fue diferente, se le dificultó más de lo normal salir de la espesa nube que la separaba de la realidad y la mantenía en el sueño. Al abrir los ojos aún podía escuchar los gritos, los gruñidos, los cientos de pasos apresurados por las calles. Aun sentía las garras que la detenían por los brazos. La impotencia y la muerte. Ya con los ojos abiertos, pero totalmente paralizada, casi podía ver el humo saliendo de los edificios.

— ¡Lila! Ya es hora de levantarse —la voz de su padre resonó en el pasillo, seguida de unos golpes en la puerta—. ¡Se te hace tarde cariño!

Al escucharlo su mente se despejó por completo y se sentó en la cama. Un poco desorientada, tanteo con las manos entre las sábanas hasta que dio con su teléfono, al ver la hora soltó un sonido entre grito y gemido. Eran las seis con cuarenta minutos y ella tenía su primera clase a las siete.

—¡Maldición! —pateó las sábanas para deshacerse de ellas y fue dando tumbos hasta el baño. Escuchó a su padre tarareando y haciendo ruido en la cocina y frunció el ceño, aunque él no pudiera verla— ¡Papá, ¿Por qué no me despertaste más temprano?!

—¡Lo hice!, casi tumbe tu puerta a golpes y como alcancé a escuchar tus ronquidos supuse que te habías desvelado anoche y me vine a preparar el desayuno.

—¡Yo no ronco! —aún en la ducha pudo escuchar la carcajada de su padre.

—Como tú digas.

Rodó los ojos y se apresuró a alistarse. Tras sus años de vivir en un internado militar, ya estaba más que acostumbrada a estar duchada, vestida y peinada en diez minutos. Entró en el comedor con la mochila al hombro y abrochándose el botón del pantalón.

—Por favor, nunca dejes que un hombre se entere de que puedes estar lista en menos de lo que tu padre se tarda en preparar unos hotcakes y pelar una manzana, o tendré que verme obligado a adquirir más munición de la que me permiten.

—Vamos papá, no creo que tengan un límite en cuanto a munición para ti. Además —añadió, mientras hacia un rollito con un hotcake y le daba una mordida—, me tarde demasiado si ya tienes lista la manzana.

Su padre sonrió y le mostró un pequeño traste de plástico lleno con manzana picada.
—Tal vez significa que estoy progresando en mis habilidades culinarias —dijo mientras le echaba un vistazo a la hora en el microondas—. Tardaste once minutos, eres mi orgullo más grande.

Camila sonrió y enrolló el segundo hotcake.
—Bueno, pues tu orgullo va a llegar tarde a su primera clase si no se da prisa. —Se zampó el último bocado y guardo el traste con la manzana en su mochila.

—¿No puedes tomarte el día libre hoy? Me gustaría que pasaras tiempo con tu viejo antes de que llegue tu madre.

—Lo siento pa, hoy tengo practica de laboratorio y el examen de ética en… ocho minutos —dijo después de ver la hora en el teléfono—. ¿Qué te parece mañana? Todo un día para nosotros solos.

—Perfecto. —La siguió hasta la puerta de entrada y metió la mano en el bolsillo del pantalón—, espera, llévate el mío. Me sentiré mejor si sé que vas a manejar como loca en un automóvil blindado que en esa cosa que ni siquiera tiene bolsas de aire.

—¡Papá!

—Nada. Llévatelo. —Dijo lanzándole las llaves—. Y dame las tuyas porque iré al supermercado a comprar cosas para llenar el refri, o tu madre creerá que hemos estado viviendo de comida chatarra desde que se fue.

—Pues es lo que hemos estado haciendo —replicó Camila mientras le lanzaba sus llaves y se subía a la monstruosa Hummer, de su padre—. Hasta la tarde, compra manzanas verdes, ¡te amo!

—¡Te amo lila, ve con cuidado!

Camila nunca lo admitiría a viva voz, pero amaba conducir la Hummer. Iba como la seda sobre el asfalto y la hacía sentirse poderosa. Ningún carro osaba meterse en su carril y todos le daban el pase. Los asientos de cuero eran súper cómodos, la radio parecía tener señal en todos lados y los detalles de gamuza y madera le daban un toque de elegancia. Si, adoraba la Hummer.

En cuanto vio la entrada al estacionamiento del campus de la universidad, su buen humor generado por la adrenalina disminuyó considerablemente. Se estacionó sin problemas, pero antes de bajar se entretuvo anudándose las botas descuidadamente, luego sacudiendo la humedad de su cabello y recogiéndolo en un moño flojo. Sin nada más que hacer tomo la mochila y bajo de un salto.

Si no fuera por el examen le habría hecho caso a su padre y se habría quedado a pasar el día con él. Sin nada más que hacer que comer palomitas mientras miraban Breaking Bad en Netflix.

Odiaba la clase de ética, la odiaba de verdad. Pero ya tenía demasiadas faltas y temía que la profesora, que le dejaba muy claro que el odio era mutuo, no la dejara hacer el examen después o le saliera con alguna regla que le permitiera reprobarla. Y Camila no podía permitir eso, tanto por su orgullo como por el hecho de que era su último semestre para graduarse.

Avanzó entre los pasillos llenos de chicas de primero y segundo que se juntaban en grupitos para cotillear. Técnicamente tenían la misma edad, pero con su camiseta negra, sus jeans gastados y sus pesadas botas de camuflaje, Camila sabía que había una diferencia abismal entre ellas. Lo único que compartían era la clase de ética. Una razón más para detestarla.

—Vaya, vaya, señorita Harris ¿se ha dignado a honrarnos con su presencia? —La voz de la profesora Ferguson la recibió en cuanto cruzo el umbral de la puerta, como si la hubiera estado esperando—. Dígame, ¿qué la trae por aquí?

—El examen, por supuesto —respondió sin inmutarse. En algún lugar de la clase alguien disfrazó su risa con una tos demasiado falsa.

—Por supuesto. —Cualquiera podría notar la furia que relampagueaba en los ojos de la mujer—. Tendré que poner exámenes más seguido si con eso se motiva a asistir.

—Puede ser una buena manera de intentarlo.

El grupo entero ahogó una exclamación, incluso la profesora pareció sorprendida durante un par de segundos. Luego frunció el ceño, tomo una hoja del montón que tenía sobre el escritorio y se acercó con pasos bruscos hasta el asiento de Camila.

—No puedes sacar tus apuntes. No puedes mirar hacia los lados. No puedes hablar. No puedes sacar tu teléfono y quiero todo contestado con tinta azul, sin tachones. —Dijo después de ponerle el examen enfrente y remarcando cada frase con un golpe del índice sobre la madera del pupitre.

Camila se contuvo. Apretó los dientes. Se contuvo. Se contuvo.
—Pan comido. —Replicó arrogantemente. Al final no pudo contener esa pequeña declaración de guerra. ¿Qué podía hacer? Así fue educada, le enseñaron a no permitir que nadie la intimidara.

Todos vieron la tensión en los hombros de la profesora cuando ésta regresaba al frente, pero antes de que se girara para, probablemente, echar a Camila del salón, una voz se alzó al final del aula.

—Profesora, tengo una duda con la segunda parte del examen. —Se trataba de Nicolás Peterson, un geniecillo demasiado popular para ser considerado nerd. Estudiaba física. Camile odiaba la física—. En las situaciones que menciona, ¿qué clase de respuesta quiere?

—Tu reacción ante ellas Nicolás, tu reacción.   

Camila levantó las cejas mientras buscaba la pluma en su mochila. Conque «Nicolás» ¿eh?, pensó, nada de «Señor Peterson» para el geniecillo.

Terminó el examen antes que nadie, pero hizo tiempo revisando las preguntas una y otra vez para no ir a entregarlo primero. A pesar de su odio hacia la clase, en realidad era de las más fáciles que había tenido. Ninguna de las clases que requerían mucha teoría y poca lógica representaba ningún reto para ella.

Por el rabillo del ojo vio que alguien se movía. Nicolás avanzaba hasta el escritorio, con su andar despreocupado y su sonrisita encantadora. Camila guardo su pluma en la mochila y se la colocó al hombro, se puso de pie y fue a entregar el condenado examen también.

—Aquí tiene mi examen señora Ferguson, que tenga un excelente día. —Hasta su voz, pensó Camila, tenía algo que hacía que todos lo adoraran, mientras que a ella le apetecía más escuchar las uñas de alguien raspando la pizarra.

—Gracias Nicolás, igualmente. No te sobrepases estudiando, ya eres demasiado listo, diviértete.

—Lo haré señora. —La enorme sonrisa del geniecillo la hizo poner los ojos en blanco y preguntarse si ahora todas las personas del mundo caían ante los clichés de ese tipo.

Levantó una mano y con el índice toco el hombro de la profesora, tres veces. Provocando que desviara su mirada llena de ensoñación de la salida del chico a la mueca de desagrado de ella.

—Mi examen —dijo, ondeando la hoja en el aire con una mano. La profesora se la arrebató y la puso junto con la otra hoja en el escritorio, con la ensoñación reemplazada por el fastidio. Camila casi se compadeció. Casi—. Que tenga un excelente día señora Ferguson.

—Igualmente señorita Harris.

Tal vez esa mujer pueda triturar rocas con los dientes apretados, pensó al salir del salón con una sonrisa. Sacó el teléfono y suspiró aliviada al ver que aún tenía quince minutos libres, apenas había comenzado su camino hacia la cafetería cuando la interrumpió una voz a sus espaldas.

—Camila ¿verdad?

En lugar de darse la vuelta siguió caminando como si no hubiera escuchado nada. Esperando que su mensaje de «aléjate» fuera captado.

—Espera. —Pero tal vez ya se le había agotado la suerte. Apenas dio dos pasos más antes de que una mano la retuviera por el codo—. Necesito hablar contigo.

—No, no, no, no. —Con un ademán se deshizo de su agarre y lo fulminó con la mirada—. Mira geniecillo, si quieres conservar tus dientes será mejor que nunca vuelvas a hacer eso.

—¿Geniecillo? —Camila no podía creer que tratara de utilizar su sonrisa deslumbrante con ella. Era el colmo. Podría golpearlo solo por eso. Debería golpearlo.

En cambio se giró y continúo con su camino. Contó mentalmente, si llegaba al diez se habría librado de él. Desgraciadamente solo llego al ocho.

—¿Siempre eres tan arisca?
—¿Siempre eres tan idiota?
—¿Por qué idiota?

Camila no dijo nada, se limitó a poner un pie frente al otro y a concentrarse en no golpear, ahorcar, patear y en general a no hacer daño al geniecillo que se empeñaba en seguirla.

—¿No me vas a responder? ¿En serio? —Nicolás se adelantó varios pasos y se giró para quedar de frente a ella e impedirle el paso—. Solo quiero hablar contigo un momento, luego te dejaré en paz, lo prometo.

Ella se limitó a apretar la mandíbula, y no pudo evitar pensar en la ironía de que solo unos minutos antes se burlaba de su maestra y sus dientes trituradores de rocas. Mal karma, pensó, para la próxima se trataría de comportar mejor con ella.

—Habla pues —medio gruñó. El chico no sabía lo mucho que le había costado decir esas dos sencillas palabras.

—Vaya, de verdad te quieres deshacer de mí —dijo intentando parecer ofendido, pero al mirar los ojos de Camila alzo las manos en gesto de rendición—. Vale, vale. Iré al grano. Me han dicho por ahí que eres la mejor alumna del profesor Hayashi, el de biología molecular… así que me preguntaba si tu…

—Oh… no. De ninguna manera —lo interrumpió—. Nunca. Jamás. No doy tutorías ni clases ni nada que se le parezca, mucho menos a ti.

Lo último se le salió sin querer, pero el chico ni pareció darse cuenta. Ni si quiera se veía desanimado.

—¿Ni por créditos extra?
—No los necesito.
—¿Y si te lo pidiera el señor Hayashi?
—Ja —bufó—, él nunca haría eso.
—Pero… ¿y si lo hiciera?
—No. Ni aunque me lo pidiera el presidente. No. No y no.
—¿Por qué?

Camila lo miró exasperada levantando las manos al cielo. Le daría risa la situación si le estuviera pasando a otra persona.

—Bueno, ya hablamos, llego tarde a mi clase y tú prometiste dejarme en paz, así que adiós, esperaría no volver a verte pero desgraciadamente para eso faltan algunos meses más.

Lo rodeó y avanzó por el pasillo, esta vez él no la siguió y ella suspiró aliviada. Y así continúo, hasta las doce de la tarde, cuando le tocaba la práctica en el laboratorio. 

Primero no se dio cuenta, entró distraída mientras revisaba su copia de la práctica de ese día. Caminó hasta su taquilla y dejó sus cosas ahí, se puso la bata y se colocó los lentes de seguridad sobre la coronilla, como una diadema. Fue por los materiales como lo hacía siempre, colocándolos cuidadosamente en el carrito y desplazándose de estante a estante. Se anotó en el registro y empujó el carrito hacia el área de las mesas de trabajo… y de pronto frenó en seco. ¿Qué rayos?

Apretó los puños tan fuerte que se encajó las uñas en la piel.
—¿Qué estás haciendo TU aquí? —en cuanto lo dijo el laboratorio se quedó en completo silencio. Aunque Camila no le prestaba atención a nadie más que al intruso que estaba cómodamente sentado sobre el escritorio del profesor Hayashi. ¡Sobre el escritorio!

—¿Camila? —Ignoró la voz del profesor y camino furiosa hacia el indeseado visitante. A medio camino sintió que su teléfono vibraba en la bolsa de su bata, y eso la distrajo un poco. Lo suficiente para detenerse y mirar al señor Hayashi. Estaba haciendo una escena en el laboratorio. Su lugar sagrado. ¡Dios!, como odiaba a ese tipo.

—¿Qué hace él aquí profesor? —dijo señalando con la mano al… individuo.

—Está aquí por asesoría. Hablaremos de eso más tarde, ignóralo ahora.

Asintió.

Retrocedió hasta el carrito de materiales y se obligó a no mirar en dirección al escritorio. Estaba indignada, más que indignada, ofendida, furiosa. Pero se tragó todo eso y se dispuso a acomodar los materiales en la mesa de siempre, con el equipo de siempre: tres chicos dos años más grandes que ella que la miraban con una sonrisa, con las claras intenciones de interrogarla y ponerla incomoda.

Puso los los ojos en blanco e hizo un gesto con la mano restándole importancia. Era mejor así, no quería que nadie, nadie, comenzara a hacerle preguntas sobre Nicolás Peterson.

En un silencio lleno de tensión esperaron a que el profesor entregara los cultivos a cada mesa y mientras tanto el teléfono vibro por tercera vez en su bolsa. Una punzada de preocupación la atravesó. Su padre nunca la llamaba más de una vez cuando sabía que tenía práctica y su madre debería estar dormida según su horario.

El profesor comenzó a dar las instrucciones y el equipo se repartió el trabajo, tomando nota, clasificando, observando, midiendo… y el teléfono vibro una vez más.

No tuvo más remedio que ir a pedirle permiso al profesor para contestar, no quería demostrar la preocupación que sentía, pero de seguro el profesor la detectó porque le puso una mano en el hombro y le dio un ligero apretón. Mientras se giraba se atrevió a lanzar un vistazo al escritorio y se encontró con la mirada preocupada del geniecillo.

«No es nada», quiso decir, encogiéndose de hombros. «No es nada», se repetía una y otra vez en lo que llegaba al área de las taquillas para poder contestar.

La mano le temblaba cuando sacó el teléfono y vio la pantalla. La imagen de su padre sonriéndole, con su vieja gorra militar sobre el cabello alborotado y un libro de microbiología bajo su barbilla parpadeó hasta apagarse. Para volver a aparecer cinco segundos después. Camila reaccionó y deslizó el dedo tembloroso por la pantalla para contestar.

—¿Papá? —odió su voz quebrada, si no pasaba nada él se preocuparía.

—¡Camila! —Pero obviamente pasaba algo. Por alguna razón su padre se escuchaba sin aliento, y eso la puso inmediatamente en alerta—. Escúchame bien, toma tus cosas y ve a casa ahora mismo. Ahora mismo. ¿Me entiendes? Sin distracciones, sin detenerte. Maneja con cuidado, lo más pronto posible. Necesito que me digas que entiendes Camila.

—Entiendo, papá… quiero…

—Ya mismo Camila. ¡Muévete, muévete, muévete!

La llamada se cortó y ella se quedó paralizada un momento. 
Su padre había utilizado esa voz, la voz seria, la voz que no admitía replicas. La voz que utilizaba cuando necesitaba que un grupo de hombres le hiciera caso para salvar sus vidas. La voz del militar, no la del papá cariñoso. Eso la aterró como nada más pudo haberlo hecho.
Rápidamente tomo sus cosas y se aseguró de llevar las llaves del auto en la mano. 

Salió corriendo, sin despedirse, y mientras bajaba las escaleras para llegar al estacionamiento una voz a su espalda la hizo detenerse.

—Camila… —el chico la miraba con preocupación, y le puso atención solo porque le pareció que era la primera mirada sincera que veía en él. Por un instante, un pequeño momento, se olvidó de todo el odio que le tenía al chico—, ¿está todo bien?

En cualquier otra circunstancia habría pasado de él, como siempre. Pero estaba tan vulnerable, tan asustada, que le pareció que él era la última persona en el mundo… y que lo necesitaba.

—No.

La voz apenas resultó un susurro, y, antes de que los ojos se le llenaran por completo de lágrimas, se dio la vuelta y siguió corriendo.

Su mente giraba y giraba, dándole vuelta a todas las posibilidades que se le ocurrían. Abrió la puerta de la Hummer y subió de un brinco, lanzó la mochila al otro asiento y por un momento pensó en las manzanas que su padre había cortado para ella.

Por favor, que no sea nada. Por favor, que no sea nada. Por favor, por favor, por favor. Se repetía una y otra vez, aunque sabía que era inútil y se estaba comenzando a poner histérica. Encendió el auto y las manos le temblaban, respiraba entre sollozos y las lágrimas impedían que viera hacia adelante. Se obligó a respirar profundo, estiró los brazos, los sacudió y finalmente se secó la cara.

—Tienes que tener la mente fría Camila. Contrólate. —Apretó las manos en el volante—, si conduces sin concentración puedes atropellar a alguien, matarlo, provocar un accidente y matar mucha gente. No quieres eso, así que contrólate.


Un instante después una Hummer salía a toda velocidad del campus de la universidad, mientras que un muchacho observaba un espacio vacío del estacionamiento, con las hojas de práctica de Camila Harris en la mano; mientras que un padre observaba con impaciencia su teléfono, esperando la llamada, paseando entre sus manos un artefacto de control remoto; mientras que una madre observaba horrorizada las noticias desde el otro lado del mundo.